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SOBRE MEDIDAS CAUTELARES ANTE LA EXHUMACIÓN DE FRANCO

Según se ha podido saber por diferentes medios, la Sala III del Tribunal Supremo ha acordado por unanimidad suspender la exhumación de Francisco Franco del Valle de los Caídos, donde se encuentra enterrado, y que estaba prevista para el día 10 de junio de 2019. Con esta decisión, sin entrar a resolver “sobre el fondo del asunto”, se pretende evitar el supuesto perjuicio que causaría a la familia del dictador, así como «a los intereses públicos encarnados en el Estado y en sus instituciones constitucionales» y ello por si, finalmente, «se estimara el recurso de la familia del dictador y hubiese que devolver los restos a su actual emplazamiento.
La misma resolución apunta, sorprendentemente, el dato de que Franco era jefe del Estado el 1 de octubre de 1936, y así fue hasta su muerte, ignorando el hecho de que en aquella fecha no había otro Jefe del Estado que quien legítimamente lo ocupaba en nombre de la República Española.
La decisión adoptada por el Alto Tribunal ha levantado ampollas entre amplios sectores de la sociedad, incluido en aquellos más próximos al mundo del Derecho. No se pueden negar ciertos componentes políticos, éticos o de justicia social en los que está envuelta la decisión del Gobierno de llevar a cabo la exhumación de Franco. Tampoco se debe olvidar que esta se justifica en el estricto cumplimiento de la legalidad, siguiendo el mandato dado por el legislador a través de la Ley de Memoria Histórica, en cuyo artículo 16 se dispone que “en el Valle de los Caídos sólo podrán yacer los restos mortales de personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil española”, y que en ningún lugar del recinto se podrán llevar a cabo “actos de naturaleza política ni exaltadores de la Guerra Civil, de sus protagonistas, o del franquismo”.
Todas estas cuestiones (o alguna de ellas) podrán ser tenidas en cuenta por el Tribunal Supremo al dictar sentencia sobre el fondo de la cuestión, pero lo que ahora se ha resuelto es sólo la procedencia o no de adoptar una medida cautelar que paralice (provisionalmente) cualquier actuación por parte de la Administración que pueda suponer un perjuicio de imposible o muy difícil reparación ante una eventual sentencia favorable a los intereses de los recurrentes.
Más allá de analizar el rigor histórico o político (es difícil saber con qué fundamento se afirma) de atribuir la condición de Jefe del Estado a quien en términos de estricta legalidad (nacional e internacional) carecía de ese título, desde el SISEJ queremos centrarnos ahora en criterios exclusivamente procesales para analizar la oportunidad de aquella decisión. El artículo 129 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa prevé que los interesados puedan solicitar “en cualquier estado del proceso la adopción de cuantas medidas aseguren la efectividad de la sentencia”. Dicha medida cautelar, a tenor de lo dispuesto en el artículo 130 de la misma Ley, se podrá acordar “únicamente cuando la ejecución del acto o la aplicación de la disposición pudieran hacer perder su finalidad legítima al recurso” y previa valoración de “todos los intereses en conflicto”.
No vamos a insistir demasiado aquí en el tenor literal de la norma que prevé tan excepcional medida “únicamente” si la ejecución del acto pueda dejar vacío de contenido el Derecho, a pesar de ganar el recurso. Son fácilmente imaginables situaciones como la de una impugnación de un plan urbanístico que afectase a una zona forestal especialmente protegida, y que una sentencia que anulase ese plan carecería de eficacia si, como medida cautelar, no se hubiere acordado previamente suspender su ejecución, evitando con ello dañar irremediablemente el suelo forestal.
Ya el propio Tribunal Supremo ha fijado, en reiteradas ocasiones, criterios restrictivos sobre el uso y abuso de las medidas cautelares previas o coetáneas a un proceso judicial. Baste como ejemplo el Auto de 14 de septiembre de 2017, dictado por la propia Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, en un incidente promovido por los Servicios Jurídicos de la Generalitat de Catalunya contra el Acuerdo de la Comisión Delegada del Gobierno para Asuntos Económicos de 21 de julio de 2017. En dicha resolución se dice, textualmente, que para la adopción de la medida cautelar “debe atenderse a dos parámetros, la irreparabilidad del perjuicio que ocasionaría la ejecución del Acuerdo y la imposibilidad de ejecutar la sentencia que, hipotéticamente, pudiera anular el acto impugnado”, y añade que “ninguna de ambas circunstancias se da en este caso. El perjuicio no es irreparable”.
En el citado Auto de 14 de septiembre de 2017, el Tribunal Supremo declara no haber lugar a adoptar la medida cautelar solicitada porque, según su criterio, “si no resultan perjuicios irreparables ni de difícil reparación y se puede ejecutar la sentencia futurible sin problemas, no hay periculum in mora”.
Desde el SISEJ consideramos difícil imaginar qué perjuicio irreparable se causa con una exhumación que, si finalmente fuese anulada, no provocaría mayores ni más graves consecuencias al interés general que el coste económico de una operación que, a todas luces, no parece excesiva. Tampoco parece que el interés particular de los familiares del dictador padezca tan grave afrenta, sobre todo si se tiene en cuenta la que todavía hoy sufren los familiares de quienes fueron sus víctimas.
Con todo, es aún más difícil imaginar que el Tribunal Supremo no conozca nuestra historia, al menos la más reciente como, desde luego, que conozca mejor que nadie nuestro Derecho. Por lo tanto, no se trata de que nuestro más alto tribunal carezca de la ciencia necesaria para resolver sobre estas y otras muchas cuestiones, ese no es el problema. El problema es que se crea que los demás, el conjunto de la ciudadanía de este país, no sabemos nada de nada.

Barcelona, 7 de junio de 2019

Comisión Ejecutiva del SISEJ
www.sisej.com – sisej@sisej.com

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